Y ni aún así. (Ver Guliver de ayer). Hay que reconocerle a Jesús el Miserable que tenía sus tragaderas. No podía ser de otro modo dada su manera de ser. Estando yo en Valladolid ya, le juré a Mireia que todos los días de su vida le contaría una anécdota procedente, proviniente del tal Jesús. Yo que nunca juro. Y daba de sí tanto el mostrenco que tardé mucho en faltar a mi promesa.
Despedía un tufillo característico. Pepe y yo consensuamos que así debía de oler la avaricia. Así que le poníamos pruebas como que se las mandase el Señor, más como maniobras de diversión que con intenciones curativas, ya que lo de Jesús no tenía remedio. Sú máxima, de la que estaba muy orgulloso, además, era: "Una peseta más otra peseta, son dos pesetas. Y así sucesivamente". Intentó adjudicar a cada uno una balda del frigo pero nunca nos acordábamos de cuál era la de cada cual y se ponía malo. Así que decidió que lo que no fuese rigurosamente necesario mantener fresquito se lo guardaba en su armario y se colgaba la llave del cuello. Lo que no sabía, el cretino, es que todos los armarios empotrados que había en la casa, al menos cinco, se abrían con la misma llave.
Un fin de semana que teníamos jarana (él se había ido como siempre a casa de mami), en alguno de los escasos momentos de relax, se lo estábamos comentando a los amigos. Entre ellos estaba mi hermano, que se quedaba ese fin de semana a dormir en su habitación.
Contando, contando, llegábamos a la parte en la que detallábamos los trajines que se traía el muy miserable con lo de los alimentos y las baldas de la nevera. Para hacerlo más gráfico, Pepe les iba explicando que, en el mismo cajón de los calcetines tenía guardados los botes de tomate, el chorizo casero, un paquetito de bacón, medio queso manchego... y así íba enumerando para regocijo de la concurrencia. Cuando ya se daba la relación por concluida, intervino mi hermano:
-Y una lata de Heineken que, con el reseco, me he bebido yo esta noche.
Lo que son las cosas. Se fueron los amigos, se fue mi hermano. Y después de un largo fin de semana, el piso estaba como campo de batalla. Hicimos zafarrancho y a media tarde, la única señal que quedaba de la juerga era un bolsón de los grandes repleto de basura, en mitad de la cocina, a la espera de que bájásemos a tirarlo.
Así que cuando oímos abrirse la puerta de casa, Pepe, Cuchi y yo, sentaditos en el salón, compusimos una tierna sonrisa de bienvenida. Jesús apenas se asomó, farfulló un saludo y se fue a su habitación, supusimos que a contar y recontar sus monedas. Lo siguiente que escuchamos entraba ya en la categoría del estruendo. Abrirse y cerrarse de puertas, pasos acelerados hasta la cocina y vuelta, otro portazo, algún juramento, más farfullos y, finalmente, un sonoro y definitivo trancazo de la puerta de la calle. Luego, se hizo el silencio.
Más curiosos que alarmados, nos levantamos los tres por ver si adivinábamos las causas de tanta repentina desazón. Y cuál no fue nuestra sorpresa cuando comprobamos que en lo más alto del bolsón de basura, casi como en una peana, se encontraba, enhiesta, reluciente, la latita vacía de cerveza Heineken. Lo que son las casualidades.
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