Así que te seguiré contando, a mi modo, eso sí, alguna que otra fijación canaria. Tengo muchas.
Aquí, por menos de nada, coge cualquier hotel y te planta unos fuegos artificiales de cágate lorín. Cuando eso ocurre, subimos todos a la última terraza, que es la que culmina la casa. Solo subimos para eso. Digamos que es un lugar no muy bien aprovechado. Pero... será por terrazas. Al acabar la pirotecnia, el resto baja con prevención la escalera metálica y yo me quedo allí. Es casi un rito. La noche, el fuego. Si el día no ha sido muy abrasador, me tumbo en las baldosas y miro al cielo. Si miras al cielo el tiempo suficiente, es más que probable que conjetures. Y te empieces a marear un poco con lo de las distancias y la infinitud. A mí me lo explicó una noche muy bien un amigo de Puentelarreina. Son conceptos que de tan grandes, parece en un momento que los has asido y cuando te vuelves para mirarles se te han desvanecido entre los dedos. Y vuelta a empezar.
Allí y en tan apropiada posición, veo pasar a las pardelas. Estas avecillas son como las primas pequeñas de las gaviotas, mucho menos carroñeras y odiosas que estas. Se trasladan tierra a dentro una vez ha anochecido. Ignoro el motivo ni quién las espera allí. Ellas sabrán. Según van volando, a una altura prudencial, emiten unos sonidos como de parloteo pasado de revoluciones. Yo las contesto en su mismo lenguaje y mantenemos, así, una conversación. Yo no sé lo que ellas me dicen pero sospecho que ellas sí que me entienden.
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