Pero me pierdo, Luis, que a ti también te pasa, y ya ni sé por dónde íbamos. Habrá que regresar, por tanto, en fractal senda inversa, hasta la rama o nivel que ya por su grosor ya por estas cosas que tiene la vida nos sea impepinable no recordar.
Sí, ahora caigo, andábamos por Segovia. Cristina se fue a África y ya vivíamos en Enrique IV. Para acordarme del nombre de la calle he tenido que ir al GoogleMaps. Y de repente, están los Bomberos y el Cementerio y... el chiringo ya no está.
Pero continuó, pese a todo, el periplo segoviano. Vivíamos en un piso grande, de una cooperativa de maestros. Cuatro habitaciones y un salón como para jugar al padel. Del casero te podría contar y no parar. Era recién jubilado y se llamaba Euquerio y siempre nos visitaba con su dóberman, educadísimo. Le decía que se sentase, le ponía un caramelo en la nariz y allí se quedaba el animal con los ojos cruzados hasta que el dueño le dejaba zamparse el premio. Pero como era un dicharachero de la madre que lo parió, muchas veces le teníamos que recordar que estaba el perro birojo. Estos eran de la opinión que el venir él acompañado era para acojonar pero, no sé, a mí no me lo parecía. Era tremendo. Nos dejaba unas notas que aún conservo, con un lenguaje inflamado y apenas comprensible. Había sido toda su vida secretario de ayuntamiento y yo, de verdad que lo flipaba. Algún día escribiré todo un libro sobre el Euquerio. A mí siempre me decía que si no fuera por esos, ni me cobraba. Tremendo.
Ya vivíamos allí Pepe, Jimmy y servidora y, a veces, un cuarto elemento que nos emplumaban. Les recuerdo a todos con gran pasmo. Juan Carlos, Juan Luis, Jesús. Cada uno daría para mucho pero entre los tres, me van a dar para el Gulli de mañana.
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