Suponte (también) que adviertes, antes siquiera de meterte en faena, que la empresa es ardua y difícil de abarcar. Y que es evidente que no posees ni las artes ni las mañas para lograr superar la prueba.
Has, entonces, de respirar con fuerza unas cuantas veces. Las primeras metiéndote la mayor cantidad de aire que te pueda caber en los pulmones, sin exceder ese límite ya que corres el riesgo de expeler sin pretenderlo el aire y perder con ello tu turno en la partida. Mantén ese aire ahí dentro sintiendo sino su peso si al menos su grave densidad, su aplomo. No más de unos segundos, claro.
Suéltalo, entonces, suavemente, dosificando la salida a un estrecho tubo. Como cuando pronuncias la "u". Sin pausa pero prolongando la acción hasta que no te quede sino vacío en los pulmones.
Debes repetir el proceso unas cuantas veces para comprobar, como el apóstol Tomás, que nada has avanzado en tu misión.
Es entonces que dices: "Pues voy a escribir un cuento". Tenemos al príncipe, tenemos el paseo, tenemos el anillo.
El Príncipe, claro, es apuesto como un ángel. Y moderno, no como los de ahora. El paseo es principesco. Ancho y alargado y con un apenas de serpenteante.
¿Y el anillo? De aquilatado metal aúreo (que diría el otro) y en él, en fina labor, una piedra que nada más reluce al sol de los ojos de su amada, ay, príncipe suertudo. Lo de tan inusual característica en la joya se debía, cómo no, a las buenas mañas de Maese Afonso, artesano de Leiría, ya ves qué cosas.
Del extravío del anillo podría hablarse largamente, no descartándolo este escribano para un no lejano futuro. Digamos por ahora quje razones tendría el Príncipe para abofetear a su hermano, Caín, a la vista de todos. Mas fue tal el sonrojo que todos sintieron que nadie se percató de que, con el arreón y por mor de la fuerza centrífuga, el anillo que su Alteza portaba en el dedo meñique, salió despedido de la mano, voló inmisericorde por los aires y fue a confundirse entre las redondeadas piedras.
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