jueves, 24 de abril de 2014

   Nos lamimos las heridas, aún sentados en el suelo. El sabor acre de la rabia se mezclaba con el de la sangre en mi boca. Aunque a primera vista los daños no eran irreparables. Lo que más dolía, eso sí, era el adentro.

   No sé dónde lo encontró pero Jimmy apareció con un palo de madera dura en las manos. O quizá fuese un tubo de metal. Ambos sabíamos el destino de los matones. Una discoteca barata cerca del Acueducto, lugar de reunión de gente de esa edad. Solo tendríamos que esperar a cierta distancia su salida, ver qué dirección tomaban, irles siguiendo y cuando el grupo se fuese dividiendo, desgajando (cada mochuelo a su olivo), atacar al que nos pareciese el jefe de la jauría, al más bravo.

   No hablamos mucho entre nosotros. Solo lo suficiente para no hacer sospechosa nuestra estadía en tan anodina situación. 

   La verdad ya te la habrás imaginado. No estuvimos allí ni diez minutos. Mandamos a la mierda el palo y con el humor y la dignidad por los suelos, y con la razón por las nubes, nos fuimos a casa que es buen prado, a intentar olvidar lo fea que a veces se puede poner, inopinadamente, la vida.







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