Anda desgalichado, Gulliver. Renquea y parece a punto de caer. No es extraño, según se comprobará. Pero a nosotros, ahora, lo que nos inquieta es verle en esa situación. Como a un púgil a punto de besar la lona y no volverse a levantar. Le ves dar palos de ciego agarrándose a un clavo que más que ardiendo está apagado, sin jugo del que libar. Y a ver así cómo continuamos. Una toalla limpia, blanca, sin usar, permanece a nuestro lado, doblada en tres, esperando la decisión que adoptemos. ¿Será el momento? Antes de decidirnos, intentamos adivinar alguna señal en la cara del marino. Pero su pómulos hinchados, la capa espesa de sudor que le cubre y su cuello blando que hace que la cabeza oscile sin pretenderlo, nos ocultan el verdadero significado de su mirada. Su mirada apenas vislumbrada detrás de los párpados inflados, violáceos. Se vuelve el muchacho a tambalear y ya no sabemos si en su incierto movimiento existe un gramo de empeño o todo es un vagar en la inconsciencia. Un golpe más, justo encima de la oreja, hace que su cuerpo se vuelva más gomoso. Que el tiempo se pare medio segundo. Posa la rodilla en la lona y se agarra a las cuerdas. Está a nuestro lado, a menos de un metro. Las líneas que son sus ojos a nuestra altura. Levanta la barbilla buscándonos. Pero no hay mirada en su mirada. ¿Y así qué hacemos?
Su cabeza ha vuelto a caer y rebota al compás de la cuenta atrás, que el árbitro desmenuza como un diapasón. Hey. ¿Al compás? Quizá aún haya esperanza.
Antes de que el plazo reglamentario concluya, Gulliver se levanta. El público debe de rugir pero nosotros no oímos nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario