No. Obnubilan tanto las pasiones que ciegan los sentidos y engañan a la realidad. Caín mira sin ver la piedra en la que, empecinado, ha clavado los ojos y que, en breve, debería lucir en el anular de su cuñada y princesa. La mira pero no la ve. Se sacude la deshonra de un capotazo y desaparece de la escena.
Es socorrida la realeza para esto de los cuentos. Por su carácter modélico, la belleza que se les supone y el porte en el moverse (esto también es importante, mucho más que lo de la sangre azul). Pero no nos entretengamos en tan banales pensamientos que el cortejo está a punto de llegar, silencioso, a las puertas del alcázar. Es curioso observar cómo tan breve recorrido le ha servido al príncipe para mutar su ánimo, al prever el encuentro deseado. Solo el fugaz recuerdo de Miranda (que así se llama de bautismo la muchacha) ha transformado los cielos en un lienzo increíble, tanto por sus colores y como por su composición. Los aduladores que le acompañan no parecen haberse percatado.
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