Gulliver no iba a ser menos. Muchos de los asideros a los que se aferra para soportar esta vida feroz (o que a lo mejor no lo es tanto), muchas de las excusas, de las mentiras, de los cuentos que, inconsciente, produce y realiza, ya los conoces de hace tiempo, bien porque los hayamos contado aquí, bien porque, observador, los vayas descubriendo en el día a día.
Son detalles privados, compartidos apenas con un reducido grupo de cercanos. Una canción que no suene en la radio, un palacio de escasos metros cuadrados en mitad de un cementerio de coches, que es mitad palacio y mitad cueva, unos andares que terminan contagiados, las distintas maneras de saludarse.
Viene esto a cuento (que posiblemente no venga) por que me acabo de enterar de que la memoria va a capas. Como los subsuelos, como los peinados de las niñas modernas. Como las cebollas. Rebusco entre ellas intentando dejar luego las cosas como estaban. Y hete aquí, claro, que he encontrado, en un lugar no excesivamente recóndito (ay, mis esdrújulas), un recuerdo referido a lo que te estaba contando. Esos lugares comunes que nos buscamos los próximos, los cercanos.
Primeros años del bachilletaro, no puedo precisar más. Clase con el Carpin, pobre desgraciado. Alguien, me suena que Pedro Simón, alto, rubio, desgarbado, todo lo contrario a un apostol o un pescador, con nariz a juego y un humor bestia y sibilino, en mitad de una explicación en la que el profesor escribe con esmero y letra de jesuitas en la pizarra, alguien, quiza Pedro Simón, gangosea su voz, la nasaliza y sube unos todos para disimularla, y dice "maato". Por contagio, otro compañero suelta, con igual voz, "chiiifi". El Carpin se da la vuelta con escasa curiosidad pero pronto nos vuelve a dar la espalda y continúa con su perorata. Y así empezó que nos pasamos el año con los chifis y los matos, cada uno diferente al anterior, con distinta larguza, con otra entonación. Los profesores estaban hartos pero no acababan de reconocerlo ante nosotros.
Y sí, llegó el día en que a E. le había salido todo mal. No era difícil que ocurriese porque E. era exigente consigo mismo. El número uno indiscutible en todo lo curricular, era (como dicen ahora) un pringao. No era raro que cualquier nimiedad le amargase la vida, pero ese día habían llovido (sus pequeños desastres) a calderadas. Y estaba harto. Así que, sin venir mucho a cuenta, soltó un mato en exceso gritado y en un tono de voz que solo podía ser el suyo. Su primer y único mato entre los miles, los millones de matos y de chifis que habían poblado a lo largo y a lo ancho todo un curso escolar.
El pobre, se cayó con todo el equipo.
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