Pese a nuestra tierna edad (¿13?, ¿14?) ya íbamos a los billares. Tenía aquel lugar un olor a submundo, a mundo paralelo. El humo, los techos bajos. El serrín de los días de lluvia. Al fondo, la garita acristalada del encargado, que te cambiaba monedas o te daba las tres bolas y la tiza y ponía a cero el cronómetro del tiempo. Desde la garita, elevada un peldaño, tenía una gran visión del conjunto. Y aún así, la de trampas que le hacíamos.
Digno ese lugar de contar con su tomo en estas idas y venidas pero, como tantas cosas, lo dejaremos para más adelante, que tiempo habrá. Un tomo monotemático. Digamos, por ahora, que como toda cosa placentera traía consigo su lado oscuro, su aquel de peligro, muy bueno para nuestras adrenalinas.Tenía (el peligro) la forma y el alma de un gitano. De nombre Diego. Huraño, pendenciero, malvado. Ahora que tanto tiempo ha pasado, no sé cuanta parte de aquellos modos eran pura pose pero en nuestra infancia acojonaba. Un día me juré que nunca más me robaría nada. Quizá mañana te cuente de aquella vez pero ahora centrémonos en el vecino de mi amigo. En fin.
Desde aquel día que me juré que nunca más me robaría nada se habían dado muchas oportunidades para ser fiel a mi palabra. Y mal que bien la iba cumpliendo. Adopté la vieja táctica de ponerme muy farruco. Y bueno, iba colando. Indefectiblemente, cada vez que me veía se acercaba para que le prestase dinero. "No tengo" era mi escueta pero segura respuesta. Se ve que por mor de la costumbre, empezaba a registrarme y era el momento en el que le empujabas suavito y le increpabas: "¿Qué pasa, que me estás llamado mentiroso?". No sé si debido a ese código de actuación y honor que tienen los miembros de su raza (¿o debe decirse etnia?, me la suda a mí tanto papanatismo políticamente correcto) o porque temiese que aquel arrebato de pundonor mío fuese en serio, se echaba para atras. "Vale, vale, ¿y un cigarrito me das?". "No, tabaco tampoco tengo".
Y así iba pasando el tiempo y Diego casi dejó de pedirme. He omitido, en un alarde de humildad, que muchas veces sus requerimientos venían acompañados por el brillo de una faca, que dice la copla. Por lo que tenía que hacer grandes esfuerzos para que mi valentonada sonase creíble.
Y así llegó el día que hace tiempo que llevas imaginando. Sí, era por la tarde, casi ya había anochecido. Todos los rituales tienen sus horarios. Salíamos de los billares mi amigo, su vecino y este servidor. Contentos porque eso toca a esas edades. No dimos de morros con el Diego. Y se ve que este, por mor de la costumbre, saco la navaja y nos pidió el dinero. Procedí como solía hacerlo y pronto se desfondó su arrojo. "¿Y estos?". Mi amigo, al que tenía yo bien aleccionado, dijo que tampoco él tenía un clavel. Y fue entonces que al vecino, bien por la falta de costumbre, bien por vernos a nosotros tan echados para alante, bien porque fuese gilipollas del culo, no se le ocurrió otra cosa que explicarle que él sí que tenía dinero, quince mil pesetas, nada menos y para ser exactos, pero que se las había dado su madre para comprar los libros del colegio. Tuvo que sentir un subidón muy grande, de la purita alegría, el Diego, suficiente para que despistase su defensa por unos segundos, breves pero que aprovechamos mi amigo y yo para tirarle unas patadas que le desarmaron, agarrásemos al idiota por la solapa y salíesemos de allí pitando. Nos persiguió hasta el Espolón y, una vez allí, bien por falta de fondo físico, bien porque excediese aquel paseo de sus territorios de caza, se paró y (a voces) juró matarnos.
Me lo encontré otras tantas veces y, bien a la vista está, no cumplió con su palabra. Si quieres que te diga, a dios gracias.
Hoy ha venido a buscarnos esta canción. Creo yo que muy apropiada. Aunque, parece ser, no es muy idónea para estómagos sensibles. Tu verás.
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