Tú imagínate al Marino, pendolista, que tiene una letra preciosa, pura tipografía suiza, limpia, asequible, de fácil delineo, de corrido aliento. Pero le dicen, a él, nada más que amanuense, que, encima, los trazos han de poseer la virtud de la razón o al menos del sentido.
Podría, con esas premisas, aplicarse y lograr un cierto resultado, quizá engañoso o vacuo pero suficiente para dar el pego al más pintado.
La maldición homérica (pobre Penélope navegante, miserable ser despelujado) vendría cuando él mismo, tonto y ufano muchacho de tierra adentro, se puso por tarea dejar muchos días un cachito de piel agarrado a cada letra arial, a cada frase sublime, a cada página atroz. Cada día un viaje.
Y es que se daban días en la vida del muchachito locatis en los que no quedaba un hueco para juntas letras, líneas, párrafos, con calografía correcta, quizá hasta bella, pero a la que había que buscar su argumento.
Duro. Ha sido muy duro.
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