martes, 13 de noviembre de 2012

14-N Gulliver hace huelga


Entrada muda, clamor silencioso. Pero nuestros seguidores (aquí, Luis, como sabes, el plural es, en tu honor, mayestático) nuestros seguidores, decía, no tienen la culpa. Así que reponemos un cuento, breve, ya viejo y que no sé si habías leído.



EL ÚLTIMO AQUITANO
  
Cuenta la leyenda que se fueron, corriendo tan rápido que no dibujaron ni huellas en la arena del bosque. Arena fina y empapada de rocío, arena casi barro que nos recordaba que el océano no andaba lejos. El campamento, apenas media docena de tiendas de lona, en poco se diferenciaba ahora de un camposanto. Tan sólo los fanales encendidos, confeccionados con tripa hinchada de animal y que pendían de las ramas más bajas de los pinos, como bolas de fuego entre las brumas, harían creer al improbable observador que se encontraba en la tierra de las mil lunas. Allí, aún más arriba, la de verdad, la vieja luna, también era llena esa noche.

Y era la noche la que se encargaba de subrayar la sensación de huída, de pregunta desolada. Sólo un pájaro común, con sus trinos intempestivos y atolondrados, se atrevía a romper el espeso silencio.

Ante tal y tan profundo abandono, quizá tuviésemos que preguntarnos quién se encontraba en aquel lugar para contarnos la leyenda. Vano intento. Respuesta fútil. Así que indagaremos, a la búsqueda de razones para las que al menos podamos inventar conjeturas.

¿Somos capaces de meternos en la piel de aquellos aquitanos embrutecidos por las batallas, revolcados en la ignorancia, ofuscados por el alcohol pernicioso que conseguían de amargas bayas? ¿Haremos el esfuerzo de intentar imaginar cómo el engendro del miedo les pisaba los talones?

Si aún no fuera noche cerrada, si levantase la niebla rastrera, alguna elegante rapaz podría observar los trazos que los guerreros dibujaban en su huida, bien parecidos a los que perfilaría una colonia de hormigas a las que un chico trasto hubiese borrado el olor de su senda habitual. Pero aún era noche cerrada y la niebla se agarraba a la tierra, empapándolo todo. Y el miedo, también estaba el miedo.

Sólo así se explicaría que ninguno de los fugitivos se diese cuenta de que Tetulano no se hallaba entre ellos. Su jefe, altanero y cruel, adorado, no encabezaba la marcha ni espoleaba a los rezagados. Podemos imaginar además que pronto el grupo (por la bruma, por la oscuridad, por el miedo) se fue desgajando, dejándose orientar por el instinto, por la necesidad, por el mapa anímico de sus antiguos hogares. Tiempos felices que ahora sólo intuyen mas dirigen hacia allí sus pasos. ¿Pero es que alguien recuerda dónde quedaba su morada?

¿Qué hay, pues, de su jefe? ¿Dónde se encuentra el fiero Tetulano? Nosotros sí que lo sabemos, lo cuentan las leyendas. Que los efluvios del amor, de una conquista más, de su última batalla, esta vez con una muchacha salvaje, carnal, obnubilaron sus sentidos y así no vislumbró el peligro. Aún no se había borrado la sonrisa de su último sueño cuando en su choza de jefe entraron los perseguidores, anónimos, sin rostro, negras armaduras que le arrastraron sin piedad.

Sería irrisorio hablar de juicio, de que le otorgaran la posibilidad de cualquier alegato en su defensa. No eran tiempos. La suerte estaba echada y Tetulano lo sabía desde siempre. En su improvisada prisión  podía oír las faenas. El trajín de las hachas. Los maderos arrastrados. Los clavos de hierro que, al entrar en la madera con golpes sincopados, se anunciaban por el bosque y rompían el silencio como una piedra la quietud de un estanque. O de una charca.

Sus captores (¿los mismos espectros negros?) entran en la tienda donde lo tienen amarrado. No hacen falta palabras. Tetulano se pone en pie y sale al relente de la mañana. Sí, una luz plomiza advierte que no puede tardar el comienzo de un nuevo día. El pájaro común, atolondrado, repite de nuevo su canto. Tetulano aún sonríe en una mueca que quiere ser desdeñosa y que sólo le sale amarga. ¡Qué ironía! Es la hora.

Con ritmo cansino recorre, uno detrás de otro, los escasos metros que le conducen al cadalso. Sin que sepamos cómo, ha venido gente de todas partes, pero ahora él prefiere mirar sus sandalias. Diez escalones le separan ahora del lugar en el que, sin remedio,  va a morir.

(Moliets y Cardeñadijo, abril de 2007)

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