Entrada muda, clamor silencioso. Pero nuestros seguidores (aquí, Luis, como sabes, el plural es, en tu honor, mayestático) nuestros seguidores, decía, no tienen la culpa. Así que reponemos un cuento, breve, ya viejo y que no sé si habías leído.
EL
ÚLTIMO AQUITANO
Cuenta la leyenda que se fueron, corriendo tan rápido
que no dibujaron ni huellas en la arena del bosque. Arena fina y empapada de
rocío, arena casi barro que nos recordaba que el océano no andaba lejos. El
campamento, apenas media docena de tiendas de lona, en poco se diferenciaba ahora de un camposanto. Tan sólo los fanales encendidos, confeccionados con tripa hinchada
de animal y que pendían de las ramas más bajas de los pinos, como bolas de fuego
entre las brumas, harían creer al improbable observador que se encontraba en la
tierra de las mil lunas. Allí, aún más arriba, la de verdad, la vieja luna,
también era llena esa noche.
Y era la noche la que se encargaba de subrayar la
sensación de huída, de pregunta desolada. Sólo un pájaro común, con sus trinos intempestivos
y atolondrados, se atrevía a romper el espeso silencio.
Ante tal y tan profundo abandono, quizá tuviésemos que
preguntarnos quién se encontraba en aquel lugar para contarnos la leyenda. Vano intento. Respuesta
fútil. Así que indagaremos, a la búsqueda de razones para las que al menos
podamos inventar conjeturas.
¿Somos capaces de meternos en la piel de aquellos
aquitanos embrutecidos por las batallas, revolcados en la ignorancia, ofuscados por el alcohol pernicioso
que conseguían de amargas bayas? ¿Haremos el esfuerzo de intentar imaginar cómo
el engendro del miedo les pisaba los talones?
Si aún no fuera noche cerrada, si levantase la niebla
rastrera, alguna elegante rapaz podría observar los trazos que los guerreros dibujaban en su huida, bien parecidos a los que perfilaría una colonia de hormigas a
las que un chico trasto hubiese borrado el olor de su senda habitual. Pero aún era noche
cerrada y la niebla se agarraba a la tierra, empapándolo todo. Y el miedo,
también estaba el miedo.
Sólo así se explicaría que ninguno de los fugitivos se
diese cuenta de que Tetulano no se hallaba entre ellos. Su jefe, altanero y
cruel, adorado, no encabezaba la marcha ni espoleaba a los rezagados. Podemos
imaginar además que pronto el grupo (por la bruma, por la oscuridad, por el
miedo) se fue desgajando, dejándose orientar por el instinto, por la necesidad,
por el mapa anímico de sus antiguos hogares. Tiempos felices que ahora sólo intuyen
mas dirigen hacia allí sus pasos. ¿Pero es que alguien recuerda dónde quedaba su morada?
¿Qué hay, pues, de su jefe? ¿Dónde se encuentra el
fiero Tetulano? Nosotros sí que lo sabemos, lo cuentan las leyendas. Que los
efluvios del amor, de una conquista más, de su última batalla, esta vez con una
muchacha salvaje, carnal, obnubilaron sus sentidos y así no vislumbró el
peligro. Aún no se había borrado la sonrisa de su último sueño cuando en su
choza de jefe entraron los perseguidores, anónimos, sin rostro, negras
armaduras que le arrastraron sin piedad.
Sería irrisorio hablar de juicio, de que le otorgaran
la posibilidad de cualquier alegato en su defensa. No eran tiempos. La suerte
estaba echada y Tetulano lo sabía desde siempre. En su improvisada prisión podía oír las faenas. El trajín de las hachas.
Los maderos arrastrados. Los clavos de hierro que, al entrar en la madera con
golpes sincopados, se anunciaban por el bosque y rompían el silencio como una
piedra la quietud de un estanque. O de una charca.
Sus captores (¿los mismos espectros negros?) entran en
la tienda donde lo tienen amarrado. No hacen falta palabras. Tetulano se pone
en pie y sale al relente de la mañana. Sí, una luz plomiza advierte que no
puede tardar el comienzo de un nuevo día. El pájaro común, atolondrado, repite
de nuevo su canto. Tetulano aún sonríe en una mueca que quiere ser desdeñosa y
que sólo le sale amarga. ¡Qué ironía! Es la hora.
Con ritmo cansino
recorre, uno detrás de otro, los escasos metros que le conducen al cadalso. Sin
que sepamos cómo, ha venido gente de todas partes, pero ahora él prefiere mirar
sus sandalias. Diez escalones le separan ahora del lugar en el que, sin
remedio, va a morir.
(Moliets
y Cardeñadijo, abril de 2007)
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