Si la cosa estaba ya bastante movidita, con Santo Domingo se aceleraba el doble. Trajeron merengue y bachata y ya cierto estilo en marcar los pasos y cimbrear la cintura. Se ve que habían practicado. Los que no habíamos ido hacíamos lo que podíamos, pero que quede clarito que hacíamos mucho lo que podíamos.
Trajeron las canciones de amor y miel de Juan Luis Guerra, al que ya conocíamos por aquí. Europeizado que estaba, se ve. Y venga a llover café en el campo. Y venga que te venga la Bilirrubina. Pero tenía otras, muchas más. Y una de las que más chance es la que aquí te meto, casi de rondón. Visa para un sueño.
Y luego estaban los hermanos Rosario, auténticos señores de la isla. Les chispeaban los ojos a mis amigos, recordando cómo se ponían de tiernecitas las niñas quisqueyanas con los hermanitos.
Pero las que de verdad reinaban en sus regresos eran las que estaban escondidas en docenas de cintas que habían grabado directamente de la radio. Nos sabíamos hasta las ráfagas publicitarias. Y qué ráfagas. De muchas de las canciones ignorábamos el intérprete pero daba igual. Aún tendré yo alguna copia en el más recóndito de los cajones donde guardo las cintas de casete, con lo que nos vamos a quedar, hoy por hoy, sin escuchar semejantes piezas.
Luego vino Brasil y Costa Rica y quizá México y Guatemala. Ya no recuerdo. Pero en la cosa musical lo que fue la bomba es cuando regresaron de Colombia.
Por aquel entonces tenía yo la suerte de estar ya trabajando en el Monasterio del Prado, en Valladolid.
Arribé a Pucela solo y con lo puesto pero con todas las puertas abiertas. Llegué hecho un dios, gracias a que una amiga que estudiaba Filología allí estaba terminando la tesina sobre Juan Ramón Jíménez, así que le iba saliendo una tesina plagada de "jotas" con viaje a Puerto Rico incluído. Era la única que quedaba de un grupo de bravas a las que solíamos visitar cuando estába yo en Segovia. Se llamaba Coco y junto con su novio Arturo compartía un piso bastante céntrico con dos hermanas recatadas y asustadizas. Y no era para menos, ya que las broncas entre mi amiga y su novio todavía son recordadas en el lugar.
Entre movidón y movidón, tuvo a bien la pareja ofrecerme una habitación que les sobraba. Era interior y minúscula pero tampoco parábamos mucho en casa. Mas no solo me ofrecieron alojamiento. Me brindaron algo que a la postre sería mucho más gratificante para mi estadía en la capital (administrativa) de esta comunidad autónoma. Y es que me hicieron gratis una campaña de publicidad de la órdiga, entre sus amigos y conocidos. Todo gracias a que lo primero que hice cuando desembarqué en el piso de la calle Bautismo fue pegar en la pared de la cocina un póster en blanco y negro, de tamaño descomunal, del bueno de Camarón de la Isla. Ya ves, el valor de los detalles. Con estos precedentes, no tardaron las Chicas de Santuario, cuatro universitarias amigas de Arturo, en prepararme un fiestón de bienvenida. Y una de aquellas chicas era nada menos que Mirella, con la que viví una relación tan intensa que de casi que nos quedamos ambos en el intento. Todo era un destilado ardiente de pasión incontenible, que duraba horas y horas y horas cada vez que tocaba lo de que cada mochuelo a su olivo. Eran unas despedidas tan tremendas que casi nunca llegaban a producirse. Vamos, una cosa... Para amenizar más la situación, la relación la debíamos llevar en el más sigiloso de los secretos, ya que resulta que Mirella tenía novio. Fernando, sonrisa perpetua, más majo que las pesetas y requeteamigo de todos los que por allí andaban. Creo que al secreto no le cabían más voces que proferir, pero todos nos comportamos muy civilizadamente en toda ocasión.
Y por aquí que al final llego a donde quería llegar, solo que dos entradas de bitácora más tarde. Y es que, por si fuese necesario meterle más intensidad al asunto, Mirella y yo endulzábamos nuestro vínculo con la última de las músicas que habían traído mis amigos de allende. Directa desde Colombia al corazón vino nada menos que la música vallenata, que al principio escribíamos con "be" de ballena pero que si se llamaba así era porque procedía de Valledupar. Era música alegre, arrolladora, pegadiza, donde hubiera mandado un acordeón chiquitito si no mandasen unas voces amigas y unas letras que te partían el alma. Justo, justo lo que nos hacía falta a Mirella y a mí.
Te incluyo aquí una de esas letras, para que te hagas una idea. Es del vallenato De rodillas, de Rafael Orozco. Y fue lo que eligió mi amigo Nacho Cuevas para leer en mi boda, en vez de las consabidas epístolas.
"Podrá desviarse la creciente de un río
podrá no haber más nubes en el cielo
podrán morir muchas regiones por frío
podrán cambiarse la costumbre de un pueblo.
Todo eso pasará...
Podrá la muerte en su afán callar mi voz
y que tú no escuches mis canciones
podrán volver golondrinas a tu ventana
podrá ocultarse para siempre el Sol.
Pero nunca se podrá apagar
la llama del amor que tú has prendido en mí
Porque así de rodillas,
como se adora a Dios,
con este gran amor solo te quiero yo.
Podrán los mares no besar sus playas
podrán los vientos no emitir sonidos
podrán no haber más estrellas fugaces
podrá acabarse la ternura del niño.
Todo eso pasará...
Podrá invertir su rotación la Tierra
que no desprendan su aroma las flores
quizá no vuelva a nacer una mujer bella
se acabarán los misterios para el hombre.
Pero nunca se podrá apagar
la llama del amor que tú has prendido en mí.
Porque así de rodillas,
como se adora a Dios,
con este gran amor solo te quiero yo".
Ah, el vallenato.
Aunque pudiera pensarse, a la vista del elevado número de intérpretes, que medio país se dedicaba a ello, cómo no, existía el rey de reyes, el Cacique, más famoso aún que el Binomio de Oro, más querido que Escalona, ahí es nada. Se trata de Diomedes Dionicio Díaz Maestre, se trata, en fin de Diomenes Díaz y él es el que, acompañado por otro grande, el acordeonero Colacho Mendoza, canta la canción que te quería presentar. Ay, hombre.
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