No sé si a ti te pasará. A mí, hay veces en las que veo a una persona y ya están dándome ganas de ser su amigo para toda la vida. No es necesario que te lo/la/le/lu presenten. Es decir, puedes verle incluso por televisión o simplemente en una foto. Y zas.
Creo que estoy hablando de eso de la cara y el espejo y, lo que es más importante, del alma. Personas que parecen llevarse razonablemente bien consigo mismas y que no le ven gracia ninguna al andar jodiendo al prójimo.
Este me da a mí que es el caso del chaval de la foto. Se llama Iván Ferreiro y junto con su hermano Amaro tenían (incluso igual siguen teniendo) un grupo que se llamaba (o se llama) Los Piratas. Siendo un grupo de los de culto, nunca fui yo muy fan de ellos. Me pillaron como fuera de generación o qué sé yo. Lo de las pertenencias o los simples avatares de la vida. Lo mismo en su momento estaba yo inmerso en la "americana" de mi amiga Yolanda. Ahora es cuando más les estoy escuchando y tienen un montón de canciones que me gustan pero... nada, que no soy fan.
Luego Iván ha sacado un par de discos en solitario. Y aquí sí, hay alguna canción de las de tener siempre muy a mano.
El inicio de la que aquí te traigo me sirvió estupendamente para un articulito de aquellos de la Revista de Cardeña. Llevaba pocos años en el pueblo y los paseos por sus alrededores eran muy frecuentes.Y me extrañaba mucho la existencia en mi pueblo de un anticamino (o algo así). Después de la canción te inserto el articulillo, por si tienes tiempo y ganas.
“Para que la luna llena
nunca choque contra el suelo,
hemos de encontrarnos
siempre en las afueras del pueblo…”
S.P.N.B. (Son
preciosos nuestros besos), de Iván Ferreiro.
Desde siempre me han gustado los caminos. Los
de todo tipo. Polvorientos o asfaltados. Las estrechas sendas de cabras y las cómodas
autovías con tres carriles en cada sentido. Los transitados y los prohibidos. También
me gustan los pasadizos laberínticos que sé que tienen por meta el centro de
uno mismo. Por todos ellos, a menudo, me dejo perder sin llegar nunca a ningún
lado.
Porque me gustan los caminos. Pero lo que me
agrada de ellos no es su utilidad, no los considero herramientas para alcanzar
algún fin. Creo haber aprendido y ya no persigo el tramposo e inasible futuro.
Me conformo (incluso me doy con un canto en los dientes) si soy capaz de
percibir que voy caminando. Mejor si hace viento, que afina el cutis y resulta un
peculiar peine para las ideas. Y ya si encima se me concede el deseo de ir
acompañado, la dicha pasa a ser enorme y hasta hablan los silencios.
Así que Cardeña se me antoja un estupendo
sitio para vivir. Si no te importa mucho ensuciarte las botas de barro o que el
sol te atice duro en la cabeza, durante todo el año puedes perderte en
cualquier dirección. Y cruzarte con otros caminantes. O, tras cualquier curva,
sorprender a una corza con sus crías. O pisar las hojas secas en suelos
otoñales. O imaginar a dónde irán los viajeros de esos aviones que dibujan
blancas diagonales en nuestro cielo. Otros caminos, al fin y al cabo.
Estos paseos han sido para mí confesionario
y escuela. Medicina y salón de té. Música de pájaros atolondrados o un
hormigueo que recorre la espalda cuando va cayendo la noche y aún está lejos la
casa.
Y así, como cualquier amante de los caminos,
me molesta que se terminen. Que acaben en un muro de cemento o se diluyan con la floresta. Es como un
coitus interruptus. Los caminos tienen el derecho y el deber de acabar en otros
caminos que lleven a otros caminos que a su vez…
Como en este pueblo no nos privamos de nada,
teníamos lo que nadie tiene: un “anticamino”. Hasta hace no mucho, los domingos
y fiestas de las de guardar me llegaba andando a comprar el periódico a Burgos.
A la ida no me daba mucha cuenta pero a la vuelta, al llegar a nuestro término
municipal el camino dejaba de existir. ¡Desaparecía! En su lugar se albergaba
como un alargado agujero negro al que no se podía acceder. Tipo Guadiana. Y es
que al otro extremo de ese agujero negro, a la otra punta, en tierras de la
Emparedada, la pista volvía a aparecer como por arte de birlibirloque. No soy
dado a creer en maldiciones pero parecía que aquello fuese obra de un diablo
antojadizo.
En otro lugar de esta revista nos contarán
los datos. Cómo se ha realizado la
Vía Verde y qué longitud tiene. Cuánto nos ha costado y sus
lugares de interés (como el humedal cercano a FuenteMasul). Qué beneficios
conllevará para el pueblo y sus gentes y a qué especies pertenecen los escasos
árboles que se han plantado. Cosas de ésas, prácticas, que conviene saber. Pero
yo, aquí, sólo quería dejar constancia de mi felicidad por que hayamos dejado
de tener un anticamino y tengamos ahora una Vía Verde por la que llegarse hasta
el pueblo. Por la que ya se acercan ciclistas, andarines solitarios, grupos de señoras que no paran de
contarse cosas... Y también, quería hacer llegar mi agradecimiento a mis
compañeros de paseos. Agradecerles que me hayan acompañado en la tristeza y
ahora también me acompañen (que por eso son compañeros, aún más, amigos) y que charlemos
y que me enseñen. Agradecerles las risas y los silencios que, a veces, nos
echamos juntos.
Bozo el Payaso.
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