martes, 6 de noviembre de 2012

Señor... señor


   En este veteado que vamos haciéndole al Gulliver (cal-arena-cal-cal) no podía tardar en aparecer don Roberto Zimmerman, más conocido con Bob Dylan.

   Bob Dylan, sí. El mago del sombrero de copa, el chico que enseñó a los cuatro de Liverpool a juguetear con las drogas, la arrugada anciana cherokee con su cigarro puro en la boca, apagado y mordido,  el ser tocado por la gracia divina para hacer de un puñado de palabras baratas lo que se dice una canción.

   Pero como Gulliver me dice al oído que está vetado en este lugar ponerse así de serios, te tendré que contar un par de anécdotas de lo que ha sido  el buen diablo de Roberto en mi vida.

   Santo Domingo de Silos. El pueblo. Mi padre fue allí Pepe el Guarda muchos años. Me le imagino imponente, en su caballo negro. O subido en la moto Sanglas de 350 cc, como no la había igual en toda la provincia. Apostándose un café con el Veterinario Pedro (así con mayúsculas eran los veterinarios de los pueblos, entonces, ya lo sabes)  a ver quién llegaba antes a Burgos, al bar La Terraza, concretamente, si él con su moto o el otro con un recién estrenado 1500 azul casi negro. La única condición (la única temeraria condición) fue que mi hermano Rodolfo, que estaba previsto que viajara de paquete en la moto, lo hiciese en el coche.

   Me le imagino a mi padre por las curvas de Carazo, la Mirandilla huyendo allá arriba a su izquierda, él sobrado, sin forzar las tumbadas. Me le imagino de Cuevas a Cubillo, metido en el carenado, jugando con el viento que traía olores a brezo. Me le imagino esperando en el bar, terminándose un café antes de que llegasen con el coche. Pagando el café y pidiéndose otro, que a ese le iban a invitar.


  Mucha gente de ese pueblo de Jefes le quería de verdad. Así es que no hubo problemas en que, cuando ya llevaba unos años en las oficinas de Burgos y yo ya había nacido, le cediesen una casa en el edificio del ayuntamiento, las antiguas escuelas, para que pasase con su familia allí los veranos. Era el segundo y último piso del inmueble que puedes ver si desde la plaza miras hacia el sur. Mi habitación era justo la de la esquina que da a la puerta principal del Monasterio. Era sobrecogedor oír desde allí, los domingos a las 12, en primera línea de fuego, la llamada a misa.  Campanazo va y campanazo viene.


   Pero he dicho cedido y ahí mi padre se negó en redondo, que conocía el temperamento castellano y lo extendida que está la envidia entre las gentes de los pueblos. Al final, el alcalde de entonces (jódete con las coincidencias, Pedro, el Veterinario de aquella carrera) le tranquilizó con un alquiler que no llegaría a simbólico pero que no se alejaría de ello demasiado.

   Y así, tuvimos unos veranos benedictinos (o más precisamente, gregorianos). Llegábamos a principios de julio y una de las primeras cosas que hacíamos era visitar el convento. Por aquellos días dom Pedro era el abad y con él me hacía  yo buenas excursiones por lo alto de los picos, buscando fósiles y hablando de la vida. No me acuerdo de qué le contaría yo pero sí de que cuando él se me quejaba (y lo hacía a menudo) de la rebeldía de la última hornada de novicios yo ya le prescribía mucha paciencia. Ahora lo flipo nada más pensarlo, pero no debía ser tan grande mi timidez como a mí me parece ahora. Igual hasta tenía un poco del descaro que tiene la Pollo Lucía cuando viene a buscarme, pues contaría con diez o doce añitos, por aquel entonces.

   Del resto de los frailes, del que más me acuerdo es del Padre Román que, verano a verano, seguía teniendo cada vez mil años. El pelo aún espeso y blanco como una virtud. Era el especialista en algo importante para la congregación. No te sé concretar pero bien pudiera ser la interpretación de las directrices de la casa madre o incluso de los asuntos conciliares. Pero lo que a mí me tenía loco era su celda. Todas tenían como una antesala en la que cada monje se dedicaba a su función concreta. Estaban el Biólogo y el Filósofo. Y el Especialista en Arte. Y así cada uno. Tenían ya por entonces muy claro, los jodidos, lo del I+D+I. Al Padre Román se ve que no le era necesario espacio terrenal para su ministerio y la utilizaba de taller de carpintero, toda llena de serrín que se le subía hasta por la cogulla. Tenía los ojos siempre muy húmedos pero cuando llegábamos y mi padre y él se abrazaban, como que le brillaban más.

   A todas estas, mi madre hacía la clausura y nos esperaba sentada en el primer banco de la iglesia.

   Pero no todo era Dios y sus circunstancias en nuestros veranos. En el pueblo me hice pandilla, cuyo núcleo duro lo formaban, junto conmigo, un catalán que te juro que se llamaba Armando Guerra y un mulato enorme, fruto del amor de una guineana con un lugareño del pueblo que era no sé qué de Hacienda en aquel país. Suena a telenovelón pero cuando los padres huían con el recién nacido de los perros del régimen (no debía estar muy bien vista la confraternización entre nativos y foráneos, se ve) tuvieron un terrible accidente en el que falleció la madre de Adolfo Álamo Beta, que así se llamaba mi amigo.

   Además de grande era socarrón, lúcido y de risa enorme. Cuando le preguntábamos si no estaba acomplejado (sobreentendiéndose que hablábamos de su en aquellos tiempos poco habitual color por estos pagos) él siempre nos decía que el mayor problema de su singularidad era encontrar pantalones vaqueros de su talla.

   Y por aquí que hilo con el principio de este Gulliver, pues solo existían tres cosas por las que matar en la vida de Adolfo: la cocacola, el baloncesto y.... Sí, y Bob Dylan.

   A la caída de la tarde, nos subíamos los tres con un casete a pilas hasta cerca de la ermita. Desde allí la vista del pueblo era tremenda. 

  
   En el primer plano, el arco de entrada a la villa. Nada más traspasarlo, el lavadero donde recuerdo haber visto a mi madre de rodillas trabajando. Luego ocupaba gran parte de la panorámica el monasterio con el resto de las casas alrededor. Y a las afueras, hacia donde se pone el sol, el cementerio y las ruinas del monasterio de san Francisco, monje pobre pero siempre vigilante de los ennoblecidos benedictinos.

   El sonido del casete no era muy allá pero importaba poco con aquella postal enfrente.

   La otra anécdota tiene que ver con mi primer amor. Ahí es nada. Se llamaba y se sigue llamando Angélica y nos queríamos mucho, mucho, pero sin decírnoslo. Era los tiempos de los chamizos (que son los que siguieron a los tiempos de los guateques, un poco anteriores) y el alcohol de pésima calidad no alcanzaba a envalentonarme cuando de Angélica se trataba. Así que cuando llegaba la tanda de los bailes agarrados, para no estar allí sin hablarnos y sin hacer nada, nos besábamos besos que duraban lo que dura una canción. Casi besos con agujetas pero que bien ricos sabían. Después la acompañaba a casa, agarrados de la mano y en silencio. Y ya en la cama no me podía dormir. Y yo pensaba que era de amor pero más tarde me enteré de que se trataba de los efectos secundarios de tanta cocacola en los cubatas de ginebra Fliton.

   Pero no era esta nuestra única falsa creencia en aquellos años púberes. Una de nuestra canciones preferidas, que además duraba más de cinco minutos de morreo incontenible, era esta que aquí te traigo. Y sí, era de Bob Dylan. Se titulaba Señor y cuando Angie me la cantaba muy al oído, ambos pensábamos que hablada de mí hecho un caballero, del respetuoso y atento señor Hoyuelos. Pero qué va. Sólo más tarde aprendí que el buen diablo de Dylan se refería al señor dueño de la plantación, con un puñado de esclavos a los que tiranizar. Lo que son las cosas.
 


   Como ves, no es una de las canciones más conocidas del Mago. Podía haber elegido otras muchas. Like a rolling stone, Knocking on heaven's door o la preciosa Sara (de la que no he encontrado una versión cantada por el propio artista). O tantas otras. Seguro que aparece por este nuestro viaje alguna vez más el buen diablo (o el pérfido ángel, tanto da).

   Pero para terminar desengrasando, lo haré con otra canción suya pero muy versionada, dado que veo que no te van mal las letras en castellano. La ejecuta Kiko Veneno y no es otra que Memphis Blues Again. Que aproveche.

2 comentarios:

  1. Grandes recuerdos y todo un placer, por cierto mi apellido es García y no Guerra.
    Un saludo, Armando.

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    1. Al menos empezaba por "G" que tiene su punto ;) Juro en falso a menudo, soy un lobo y poco de fiar. O un presunto y humilde fabulador de historias mínimas. Una abrazo fuerte, Armand.

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