miércoles, 5 de febrero de 2014

   A currar, en Valladolid, solía ir andando. Bueno. Estuve allí cinco años prietos, por lo que hubo temporadas de todo, bus, coche... El Rover tenía el lado derecho del paragolpes trasero suelto y casi rozaba el suelo. Yo lo ataba con un alambrito pero al primer mínimo bache se volvía a soltar todo y quedaba colgando. No casaba demasiado con el resto de los autos finos del aparcamiento ni con el propio telón de fondo, el poderoso frontal del Monasterio de Nuestra Señora del Prado. Pero a mí, francamente, me la sudaba. Incluso creía, por entonces, que daba un toque especial a mi aura de funcionario atípico. Esas chorradas. 



   Pero lo que más recuerdo es ir andando. Era media hora larga a buen paso. El fresco matutino te hacía espabilar y se te ocurrían unas cosas en el trayecto... Y la niebla, la eterna niebla. Te pasabas un mes sin ver ni un sol en pintura. Y sobre todo a aquellas horas, que convertían la ciudad en un decorado de Tim Burton, con sus personajes y todo. Muchos de los cuales coincidían en el mismo lugar, mañana tras mañana, por lo que me los adueñaba para el itinerario y me imaginaba sus vidas. Esta práctica recuerdo realizarla desde la adolescencia, cuando empezaba a ir al Instituto Cardenal López de Mendoza. Entonces me ocurrió una de esas cosas que me creo que solo me pasan a mí.  En la calle Madrid, a la altura ya del Hospital de la Concepción, se cruzaba conmigo, o yo con ella, por la estrecha acera izquierda, una niña monísima. Pelo corto, negro y en punta, buenas tetas, poderosas, tras el portafolios decorado con fotos de sus héores, mirada curiosa, interrogativa, sonrisa acentuada. Bueno, la verdad es que la sonrisa se me acentuaba más a mí, para qué engañarnos. Así que continuaba yo más contento que El Pichi, por la calle de la Concepción, hasta que justo al llegar a la iglesia, se me volvía a aparecer la misma chica. Bien pudiera pensarse que, dada mi gallardía, la muchacha, por volver a verme siquiera de pasada, había corrido por Barrio Gimeno y cruzando por San Cosme, me había vuelto a salir al paso. Desmoronaba esta hipótesis el hecho de ir vestida con otra ropa y ser distintos los héroes del archivador. Sí, Luis. Gemelas idénticas, clavadas, clónicas. Nunca las vi juntas y eso que era raro el día que no me las cruzaba, tan iguales. Eso sí. Yo siempre las diferenciaba por el sencillo método de que una me sonreía y la otra, pues francamente no.





  






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