lunes, 3 de febrero de 2014

Olor de santidad

   Llegué a Valladolid en olor de santidad. Creo habértelo dicho ya. Y eso que para cuando quiso resolverse el concurso de traslados de marras (el archifamoso macroconcurso) y fui para allá, mis amigas universitarias ya habían acabado sus correspondientes estudios y volado a sus nidos paternos, a la busqueda del futuro. Solo quedaba por allí Coco, que era una de las dos santanderinas y andaba currándose un doctorado  sobre Juan Ramón Jiménez. El de las jotas. 

   Por aquella amplia puerta entré a esa ciudad, mientras iban agitando el incensario a mi paso, sin que yo, como es lógico, lo mereciese.

   No agradecí en aquel momento esos detalles, o al menos no lo hice suficientemente. La verdad  es que no recuerdo ninguna situación típica en la que se ve siempre inmerso el acarajotado recién venido. ¿Habría ya madurado?, ¿diferenciaría con claridad lo importante de lo superfluo? Seguro que no. Solo era que hay veces en que la vida va  una velocidad un poco pasada y no te da tiempo a estar en todo. 

   A lo más, a lo más, bajarme dos paradas antes de lo debido en el bus que me llevaba a currar, por no andar preguntando al conductor, el primer día.




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