martes, 11 de febrero de 2014

Paseo por el Monasterio (toma tres)

   Pero aún no conocía el Marino ninguno de aquellos detalles de la vida de su (desde entonces) compañero. Recién le estaba cediendo el paso en el despacho de atareado jefe. No, pasa tú. No, tú primero. Estaba claro que iba a ser un paseo pues, nada más cruzar la puerta, Mariano se metió las manos en los bolsillos de su pantalón (verde, de pinzas, de pana, verde aceituna), echó un poco su espalda para atrás (su delicada espalda, sabría con el tiempo el Marino) y comenzó a caminar dejadamente por los amplios pasillos del Monasterio.

   La primera cuestión a tratar, dado el lugar y sus cometidos, estaba referida a las preferencias futbolísticas del novato. Quedó satisfecho el abogado al conocer que Gulliver era merengue. Mas la honestidad era elemento principal en el escudo de armas del muchacho navegante, así que se apresuró a confesar que a él, lo del balompié...

   No se le desdibujó la sonrisa al acompañante, quizá suponiendo que no sería grande el esfuerzo necesario para modelar al chaval a su antojo. Era tal la confianza que en sí mismo tenía que Gulliver permitió, en su pensamiento, la posibilidad de tales cambios en sus gustos y aficiones. 

   Pero Mariano era tan buen conversador que pronto se perdieron en los adentros del muchacho tales conjeturas. 

   El trayecto se antojaba aleatorio, como que no quisiese entrometerse en la conversación, el trayecto. Pese a ello,  cree recordar el marino que desambularon sin excesivo concierto por los tres claustros que conformaban la mayor parte de la edificación. Claustros de piedra clara, casi blanca, con techos altísimos, con grandes ventanales. De tanto en cuanto, se cruzaban con personas apresuradas en sus labores, que saludaban escuetamente. 



   Mariano le dejó claro que era del Madrid y del PP, no advirtiéndole del orden de sus preferencias. No era el momento de discutir de política, que tiempo tendrían. Solo de empaparse del decorado y de quitarse la caraja que sin duda el muchacho llevaba en la mochila. 

   No le quedó otra a Gulliver que admitirlo. Por más que el corazón palpitase a la velocidad adecuada y que a los ojos no venían antiguas brumas de cuando la timidez lo embadurnaba todo, quizá sí que se notase en sus frases cortas, o en el estar fijándose tanto en su acompañante.

   Acabaron en el bar, que estaba en las catacumbas o al menos en los sótanos del egregio edificio. Tiempo habrá de describir también ese lugar, su espacio, su importancia, su aire peculiar. Pero por hoy dejémosles saboreando un vino de la tierra. La ribera del Duero sabe tratar a sus viñas, eso hay que reconocerlo.



   



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