lunes, 10 de marzo de 2014

Fiesta de bienllegada

   Al final, claro, me quedé con la habitación. En mi favor me he decir dos cosas. Que no anidé allí excesivo rato y que el rato en que allí anidé fue intenso, de enorme densidad, quizá demasiado intenso. Sí, no fue cómodo pero fue profundo.

   Muérdete la lengua, Gulliver, no adelantes a los acontecimientos por la derecha. No vaya a ser, además, que sean todo paparruchas y aguas de borrajas.

   Por elevar la moral de la tropa y porque era así costumbre, hicimos una pequeña fiesta de bienvenida. Como allí, el que se buscó los participantes y el que compró todo lo necesario para hacerla realidad fui yo, creo que mejor la llamamos la fiesta de bienllegada. 

   Y sí, ya lo has adivinado, fue una fiesta problemática, diferente, una gran fiesta pero... El hecho de no tener salón complicaba bastante la intendencia. La cocina era puro formica, de un tamaño acorde a los estándares de la época en que fue construida. Y en el pasillo, desangelado, a mitad te quedabas sin casi escuchar la música reinante. Todo esto obligaba a una visibilidad permanente, bien en la cocina, bien en el pasillo. Lo cual, quieras que no, es agotador. Vino gente de Burgos, vino gente de León, alguno vendría de Segovia también. Por invitar, hasta habíamos invitado a las dos hermanas gemelas con las que compartíamos piso, a la mayor y a la otra. No quedó claro en ese momento, por su permanente fuga, si íbamos a gozar o no del placer de su presencia. 

   Ya más que terciada la noche caímos en la cuenta de que no las habíamos visto en todo el rato. Coco, que era muy echada p'alante, llamó a su habitación a pedir explicaciones y ante la ausencia de las más mínima respuesta, entró salerosa. Salió al poco, entre alucinada y tronchada de la risa. "Están en el armario, están metidas en el armario las dos".

   Y lo peor, lo peor de todo es que entramos unos cuantos nada más que para comprobar que Coco no nos había mentido. 



  





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