No, Luis, no. Tampoco soy aficionado al cine bélico. Del Barón Rojo me gustaba más la parte suya de mujeriego, pero ni tan siquiera esa me hacía mucha gracia. Demasiado respingo en el tratar a la vida, demasiada compostura y decoro.
Y aún así, y aunque nunca fui un especialista en aerodinámica, tampoco, en cuanto veo una perfecta formación algo me dice que lo es.
Me susurran mis ínfulas que puede deberse a ese sentido de la estética que creen que tengo. Yo tiendo más a echarle la culpa al sentido común. Si alguien le tiene, y todos le tenemos, ha de notar nada más verla que una formación es perfecta.
Para que se dé una formación, sean cual sean sus cualidades y su graduación, ha de haber (desde mi punto de vista) al menos varias unidades semejantes entre sí. Ya se trate de formaciones rocosas o de cazas de combate. Con dos no vale. Han de ser al menos tres.
Viene todo esto a cuento, o no, de lo que pretendo contarte hoy, otro día más de acelerado gulliver.
Estaba fumando un cigarro. Aprovechaba tan placentero momento para hacer crujir mi cuello, intentando sacudir las contracturas que tanto rato al teclado me produce.
Como ya es época, en ese momento (miraba yo al cielo) han cruzado tres patos en perfecta formación. La belleza en el alargarse los cuerpos, el aprovechar, sin recelos, el rebufo del que guía, que hace que el grupo adquiera una elasticidad de cosa viva. Como la picha de Jorge, que se estira y se encoge, pero con una naturalidad que ya quisieran los ingenieros, con una sencillez que seguro ni notan. Son ánades reales, de eso no me cabe duda.
Hago un esfuerzo por meterme en la cabeza de un pato. Un pato en la última posición de una formación perfecta.
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