viernes, 28 de marzo de 2014

Y hablando de patos

   Hace un tiempo, no demasiado, esperaba a la Pollo a la salida de sus clases del Jueces del Castilla. Como son los hijos ahora los que marcan el trayecto, puedo calcular que sería hace dos o tres años. 

   Sale la Pollo, es por la tarde, arroja su mochila escoliótica a nuestros pies y se va con sus amiguitos a jugar. A jugar. No hacen faltan juegos, no dice, por ejemplo, a jugar a la toba, a jugar al fúrgol, a los campos quemados. No conoce el concepto de etiqueta ni falta que le hace.

   Estoy con alguna madre de alguno de sus compañeros. Los años, transcurridos, ayudan al aproximamiento. Aún son los niños pequeños por lo que revolotean por las cercanías. 

   El día es luminoso. Por el cielo, dos siluetas vuelan desde el sur, apenas separadas un metro la una de la otra. Se imagina uno, por lo tanto, que les une el amor. Están tan próximas la una de la otra que parece que anden entablando una conversación privada, profunda, en la que nada pintamos los mirones que desde abajo les vemos. Vuelan, así que son aves.

  ¿Qué será, el despiste, el abandonamiento? Mientras que el ánade que vuela en la posición izquierda apenas con un gesto cambia en unos grados el norte de su trayectoria, su pareja, enfrascada, quizá en sus razonamientos, o en la contemplación de su amada, no se da cuenta y sigue recto. Recto, recto. Igual soy yo el único que se da cuenta de su despropósito. Mas no sé cómo avisarla. Así que se estampana, con un sonido sordo y doloroso, contra la ventana de la esquina de un aula del segundo y último piso. Creo que de los de 3ºB.  Cae al suelo como un fardo y antes de que le dé tiempo a explicarse lo sucedido ya le rodea un nutrido grupo de infantes exclamativos. Eso es lo que llaman el horror pánico. Aún tiene el salero, el animal, y las fuerzas de huir hasta el poyo de una ventana. Intenta sin lograrlo esconderse tras el escuálido ramaje de un arbusto moribundo. La muchachada le sigue con deleite. Al pato no le caben los ojos huidizos en la mirada. 

    Antes de que ningún mocoso se envalentone y lo agarre por el cuello, me acerco y le cojo. No opone ninguna resistencia. Le acaricio un par de veces desde el cuello hasta la cola. Tiembla, el animal, en su argentino plumaje de colores imposibles. Hago un gesto a los niños para que me sigan y me dirijo a las traseras del cole, por donde discurre el río Vena. Parezco el Flautista de Hamelin. El pato, en el regazo, se deja llevar. Bajamos todos en procesión por una rampa que nos permite alcanzar la misma orilla. Le dejo en tierra y tras una sacudida de plumas, en un par de pasos se mete en el agua, con una honda interjección de los chavales. "Ooooooh". No sé si es de admiración o de decepción pues se aleja su juguete. 

   Siempre me he preguntado si aquella pareja de patos se volvería a encontrar. Si no muy lejos de allí, acechaba a la comitiva una pata preocupada y llena de amor.

 



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