Ahora es superagradecido, el jardín. Empiezan los brotes a explotar hacia fuera (y que valga la redundancia) después de tantos meses inertes, escondidos. No debo de ser un gran jardinero porque compruebo que, un año más, en el lilo, las yemas que luego serán flores, que ya se notan más oscuras e hinchadas, son muchas menos de las que solo se harán hojas. Pero yo me lo paso muy bien, me siento muy a gusto, no sé si me explico.
Quedan cosas por hacer, como vaciar la compostera, cavar todos los arbustos y recubirles de esa pasta negra que de ella he conseguido, o volver a recortar la hiedra por arriba, francamente desmandada.
Pero entre que ya empieza a caer el Sol, con el consiguiente encogimiento térmico, y que tengo la tarea sin hacer, me he venido al estudio. Antes de ponerme contigo, me he fumado un cigarro lento en la ventana. Si me pingo un poco llego a vislumbrar unos cuantos jardines. De las cuevas donde parecen haber estado escondidos durante el invierno, salen personas al exterior. A cortar el cesped, a rellenar no sé qué con grava, a meter en cintura a lilandis ingobernables. Agitadas como hormigas en el primer paseo, quizás un poco más ruidosas de lo necesario.
Este es para mí el comienzo del año, en lo biológico, en lo sentimental y en la madre que lo parió. Ya te he dicho veces que soy un oso e hiberno.
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